Voz en la piedra

Un acercamiento a la poética de Ricardo López Méndez

Aída López Sosa

Ricardo López Méndez recupera la historia del mestizaje con palabras hechas poesía. En Voz en la piedra (1942) canta lo vivido en cuatro siglos cuando la noble y leal ciudad de Mérida cumplió 400 años de ser conquistada. El poeta le da voz a la piedra, debido a que la considera símbolo inmóvil de la historia, ya que permanece siempre la misma, irreductible y absoluta. A través de epifanías, reconstruye los momentos sangrientos durante el encuentro de los dos mundos, tan disímbolos pero, que a la postre, terminaron por fusionarse.

El poema de largo aliento en cuatro momentos, uno por siglo, entreteje con vastos recursos literarios e imágenes lapidarias las actuaciones de personajes terrenales y divinos durante el sanguinario encuentro, teniendo siempre a la piedra como testigo, algunas veces pisoteada, otras manchada, de la que floreció sangré nueva resentida, pero con esperanza, como apunta en otro de los versos. Francisco de Montejo, el mozo; Carlos V, Kukulcán, Nachí Cocom, Zamná, Hernán Cortés, la Malinche y Gonzalo Guerrero se mueven en distintos espacios de la tierra del Mayab. Ichcaansihó, las ciudades legendarias de Cíbola y Quivira, Sotuta, Mérida, cenotes, selvas y mares son escenarios históricos.

La exaltación de los versos son contagiosos. Es por eso que la retórica de López Méndez funciona, porque complace y forma públicos, como aseveró Carlos Monsiváis. Alfonso Reyes, Pablo Neruda, Ermilo Abreu Gómez, son algunas de las figuras relevantes que exaltaron el valor, la calidad estética y la resonancia de sus poemas patrióticos al elevar la conciencia moral de la belleza de México en el que nunca dejó de creer y que le inspiró hasta su último aliento.

Voz en la piedra*

(poema en cuatro siglos)

A Yucatán, en el cuarto centenario

de la fundación de la ciudad de Mérida, su capital

En Chetumal reside ora Guerrero,

que así se llama el otro que ha quedado;

del grande Nachamacan es compañero,

y con hermana suya está casado:

está muy rico y era marinero,

agora es capitán muy afamado,

cargado está de hijos y hase puesto

al uso de la tierra el cuerpo y gesto.

Rajadas trae las manos y la cara,

orejas y narices horadadas;

bien pudiera venir si le agradara,

que a él también las cartas fueron dadas.

No sé si de verguença el venir para,

o porque allá raíces tiene echadas;

así se queda y sólo yo he venido,

porque él está ya en indio convertido.

FRANCISCO DE TERRAZAS, “Nuevo Mundo

y Conquista”, siglo XVI

                                   I

Nativa en mí tu voz, se me desprende

y vuela en una inmensa parvada de caminos

con alas… En el aire,

donde viajan palabras con presencia de espíritu,

yo pongo en esta hora de nido y de milagro,

tensa en arco de cuatro siglos,

la flecha de mi aliento con el ágil

ritmo de mi ansiedad, que te dibuja

con todos tus perfiles,

¡intacta tierra del Mayab, intacta,

como la virgen piel en que agonizan

las tintas del deseo,

y te recojo íntegra en mi prisma

para sentir tu sombra que me alcanza

y envuelve en tornasol, y me deshoja,

sin más promesa nueva que ser viejo en tu sangra,

y joven en la augusta cosecha de horizontes

que nacen y se pierden en la piedra!

La piedra es en el símbolo inmóvil de tu historia,

una presencia nueva

que tiene toda la concreta

fuerza para expresarte; viene ella

hecha de los escombros de los siglos,

fecunda de fatigas y promesas:

es vientre y cruz, maternidad y angustia,

tumba y templo —quietudes en el tiempo—,

en donde el maya se quedó dormido,

en donde el blanco maduró su pena.

Agua sin suelo canta bajo piedra;

sin caricia de sol, agua callada

que viaja con su sed y con su muerte.

Y flotan sobre el llano ardiente y duro,

Árboles sin raíces y temblor de consejas.

El blanco y el nativo son voces de la piedra:

están presentes en el mismo grito

y tienen del dolor la misma idea.

Fuga de selva que se incendia en danza,

Todo se forma y desvanece en piedra.

Sonríe en el maíz ceniza vieja

de hombres que fueron hechos con la roja

tierra que el huracán sopla y avienta.

Y sonríe el maíz entre la sombra

con su gesto de hambre y su leyenda.

¡Intacta tierra del Mayab, intacta,

nadie podrá llegar hasta tu entraña

sin que sangren sus manos en la piedra!

                                   II

Fundación, 1542

Hace ya cuatro siglos,

los graves sacerdotes de los mayas

miraron con asombro,

cómo sobre los templos de sus dioses

el puño de la espada castellana

crucificaba el corazón del viento.

Hace ya cuatro siglos,

que la ciudad de Mérida, fundada

sobre la vieja Ichcaansihó, florece

como la llama en que se junta el rojo

vivo de sangre con azul de cielo.

Hace ya cuatro siglos,

el romance sonoro de Castilla

se modeló en aliento de los mayas,

y así el conquistador queda marcado

en su lengua con hierro del esclavo.

Hace ya cuatro siglos,

que don Francisco de Montejo, el mozo,

bastardo y noble, sevillano y bravo,

regaló una ciudad a Carlos V

fundada por la fuerza de su brazo.

Hace ya cuatro siglos,

el sueño de oro en la aventura hispana

—¡oh, ciudades de Cíbola y Quivira!—

se rompió en mil pedazos, al contacto

con el dolor de piedra de los mayas.

Hace ya cuatro siglos,

que Kukulcán perdió con sus altares

la legendaria fe que le guardaba

un pueblo; y sobre los escombros pasa

una compacta procesión de lágrimas.

Hace ya cuatro siglos,

Nachí Cocom, señor de sol y piedra,

trocó el círculo de agua de Sotuta

en círculo de sangre castellana,

inmolada a su fe de hogar y patria.

Hace ya cuatro siglos,

lleno de asombro el corazón seráfico,

en el idioma de Zamná, adivina

las voces nuevas que el rocío dice

y el dulce tiempo de la voz nativa.

Hace ya cuatro siglos,

en esta noche, cuatro siglos cuentan,

que nació de las huellas del venado

y de las plumas del faisán de piedra,

“la muy noble y leal ciudad de Mérida”…

                                   III

Prólogo de raza, 1511

Hay voces precursoras en la selva de América,

nacidas del milagro,

y extrañamente ocultas en el cristal del aire,

sin que nadie las oiga ni las vea.

Y, sin embargo, viven en fuego de crepúsculos,

con vida que es eterna.

El beso de Cortés y la Malinche,

no es semilla de raza,

ni tálamo de almas que se funden.

El beso de Cortés y la Malinche,

es un beso de llanto,

que nos quema las alas y los labios.

El beso de Cortés y la Malinche,

es un pecado blanco,

que arde en la piel morena del hombre americano.

¿Cuál es el beso que germina en raza

—fecundidad de caracoles mágica—

ungido de la esencia del amor que no pasa?

Perdido allá en la “perla

de la garganta de la tierra”,

Yucalpetén lo guarda…

Oíd la historia del beso de la raza:

Era un conquistador de sangre hispana

que Gonzalo Guerrero se llamaba.

Náufrago, en la aventura de una ola,

Yucalpetén se queda con la espuma y el ancla.

En ella, amó y sufrió; en la mirada

de una virgen indígena se copia

su nupcial ansiedad. Pasan las lunas

en largas caravanas, y los soles,

y la simiente humana se produce

en presencia de Dios y de la selva.

Tiene luz ese amor, es limpio y fuerte,

como nacido de la angustia buena,

del aliento del mar que lleva esencias,

y del oriente puro de la “perla

de la garganta de la tierra”…

(Todavía nos dicen las consejas,

que quien toma las aguas del cenotre,

para siempre se queda

vida y muerte en la tierra,

como si el agua misma que oculta sus tormentas

debajo del sepulcro de la piedra,

en sangre se trocara, y floreciera

en carne viva con un alma nueva.)

A Gonzalo guerrero

se lo tragó la selva…

Con alas invisibles

y llanto de oración que el viento lleva,

va el beso que es simiente

y Navidad de América,

en el viaje de sangre de la raza,

como voz en la piedra…

¡Oh, Gonzalo Guerrero, grito y huella,

tatuaje en cruz de sombra y de silencio,

en las entrañas de la selva

y en la mujer que te entregó su aliento!

¡Oh, sombra del Mayab, piedra de fuego

coronada de espinas y de lágrimas,

fuiste la cuna de la vida nueva:

del linaje mestizo del espíritu

que está gritando la verdad de América!

                                   IV

                     Elogio de la ciudad mestiza, 1942

Es un sol musical fundido en oro,

el que te da su claridad tan viva

que parece encenderte a su caricia;

es un sol musical, ciudad de Mérida,

el que llena de luz tus albarradas,

y quemando tus viejos campanarios

vuelve braza la voz de tus campanas,

en la fiesta del Cuarto Centenario

del trazo en sangre de tu cruz mestiza.

Ciudad de calles rectas donde juegan

números a los pares y a los nones;

de la epopeya hispana sólo quedan

en ti los dos guerreros castellanos

que custodian la Casa de Montejo,

como dos sombras del pasado, inmóviles,

en el castigo eterno de la piedra.

Ciudad de siesta tropical de hamaca,

hueles a tierno corazón de fruta,

a miel de abeja laboriosa y franca,

y a la cera quemada en los milagros

de las ampollas de tu Cristo Negro.

Ciudad que tienes perfumado sueño,

¡apaste limpio donde el agua canta!

Pecho de codorniz enamorada,

dialogas con latidos de luceros

que arrastra la caricia de la noche,

y en tu vuelo pequeño queda el alba

atada al flamboyán —árbol y hombre—,

que entre las esmeraldas de sus hojas,

brinda en flores la sangre de la piedra.

¡Oh, Mérida, mestiza ciudad blanca,

en esta Epifanía de tu historia

que llega en cuatro siglos a mi alma,

yo le pido al milagro de la estrella, que ponga

sobre tu corazón, otra esperanza…!

* Tomado de “Poesía y pensamiento. Ricardo López Méndez” (ICY/FCE, 2004).