Los vientos de la tierra

Ollin (Carlos Silva)

Tenía dieciséis años  a mitad de los setentas. Era maravilloso asistir a la Escuela Nacional de Artes de San Salvador, todo el mundo en mezclilla, cabellos largos, barbas, morrales con tejidos indígenas, huaraches; se permitía fumar en clase o estar sin camisa. Era totalmente relajado y abierto, con mucho respeto y un gran sentido social y humano: generaciones contestatarias que entendían el arte y al artista como acompañantes de las causas justas de la humanidad y acérrimos defensores de estas. Un producto quizá de una ética estética que iba más allá de discursos políticos o posturas ideológicas, cimentada en sus propios valores y emanada del equilibrio de sus propias estructuras sensitivas y cognitivas. Más aún si nos hacíamos comprometidos activistas.

Por la escuela transitaban pintores, artistas e intelectuales de múltiples nacionalidades. Su ambiente era de creación, alegría y lucha. Enormes esculturas por todas partes, murales, grafitis siglas, fragmentos de un poema de Benedetti o de Roque Dalton… Nombres de compañeros caídos, fotos, rostros enmudecidos: el país estaba en guerra consigo mismo; los muertos a diario, torturados y decapitados por el ejército, desparecidos, periódicos bombardeados; periodistas, maestros, sacerdotes asesinados… Pero los artistas no se rendían: siempre salían a la calle con sus tambores, guitarras, trompetas y ropa de utilería, cantándole a la libertad y la revolución; salían esos chavales, jóvenes e inocentes, a defender la dignidad del hombre y la patria.

Muchos como ellos murieron, otros se fueron al monte con la guerrilla: músicos, actores, pintores, maestros, alumnos. El edificio de la escuela fue ametrallado por las tanquetas del ejército. Eso y peores cosas sucedieron financiadas y asesoradas por el Pentágono y la Escuela de las Américas y los militares que  hicieron una carnicería ante el reclamo de un pueblo por justicia y democracia. En esos tiempos oscuros el arte te ayudaba a sobrevivir, adquiría una categoría más tangible, era una necesidad vital. Me gustaba pintar, pero la poesía era la brújula que me llevaba y describía un mundo de ideas y situaciones que tenían que ver con el mundo en ese momento, la angustia y las urgencias del hombre contemporáneo, su entrega incondicional a la causa del hombre y la justicia.

Teníamos a Guayasamín, Siqueiros y Orozco. Teníamos la música de Los Guaraguao… ¿Quién no cantó “Las casas de cartón”, a Joan Manuel Serrat, Amparo Ochoa, Gabino Palomares, Zitarrosa, Mercedes, Silvio, Pablo y un largo etcétera de artistas que acompañaron y acompañan el clamor y el sentir de sus pueblos?

En tiempos de terror el arte reclama los parámetros de la integridad humana. Por eso el arte es patrimonio de  los pueblos, los salvaguarda aun de sus propios demonios. El arte soporta y exuda toda la locura del mundo; solo el arte puede, es su autoridad. Es un lenguaje que está más allá de toda lógica y parámetro; un lenguaje en el que reconocemos nuestra naturaleza intrínseca, el ADN de nuestra conciencia colectiva, la memoria universal y el primitivo instinto.

Durante mi exilio en México en los años ochenta, era yo un muchacho extasiado por los murales de Bellas Artes, que eran para ese chico verdaderamente imponentes. Entonces comprendí que el arte debía moverte por dentro.

Mi primera exposición fue en una colectiva en el Museo Universitario del Chopo, que entonces dirigía la escritora Ángeles Mastretta, quien, como muchos mexicanos, nos acogió con mucho cariño y respeto. Pueblo maravilloso de raíces profundas. Luego residí varios años en Mérida, Yucatán, Mérida blanca bella de aquellos tiempos. En  esos años se veían caballeros mayas, señores vestidos de blanco, guayabera, alpargatas y sombrero de palma impecablemente limpios; las mestizas con sus coloridos vestidos paseando las tardes en la plaza; el café de la esquina para comer huevos motuleños o un heladito en los arcos de la nevería Colón.

En esos años realicé múltiples exhibiciones, la primera de ellas en la galería de Manolo Rivero que estaba en la calle 60. Se tituló “Sincretismo”: cerca de 30 piezas, en técnicas mixtas, usando materiales de la región: yute, tela de henequén, texturas fuertes, una mezcla de abstracto, figurativo y gráfico. Una serie que pinté en sueños, uno cada noche; pinté en sueños sin hacer un boceto hasta que un mes después comencé la producción. Todas las noches, en el sueño, realizaba todo el proceso de diseño, sus medios, técnica, materiales, procesos, tratamiento de la imagen, metamorfosis de la idea en universo estético. Podía en el sueño, en un punto avanzado, deconstruir si no me satisfacía el resultado. Un día fui, compré todos los materiales y produje  todo en un mes o algo así. La exhibición fue todo un éxito y me abrió el corazón de los yucatecos.

Entre muchos, seres nobles y luminosos como la poeta Irene Duch Gary, su esposo Manuel Mercader, el poeta Rubén Reyes Ramírez, el pintor Manuel May Tilán, el maestro Lizama; los hermanos Vega, Pepete y Mimosa Avilés, músicos; el director de teatro Enrique Cascante, la ballerina Eglé López, etcétera. Toda una generación de yucatecos valiosos y honorables.

Viajando y viviendo en  otros países, a lo largo de los años, experimenté con muchos y variados estilos; además, realizaba encargos para murales en restaurantes, texturizados y decoración en residencias, chambas para sobrevivir que enriquecieron mi técnica. El oficio me enseñó la dedicación, el empeño, la disciplina, la percepción de la composición, tratamientos, narrativas imperativas, algunas urgentes. Sentido social y humano del diseño, responsabilidad ante el espectador, el arte como seducción y encantamiento, el arte como promotor de ideas, sensaciones, sentimientos, el arte como una cuenta del tiempo, como un espejo del tiempo en el que adquirimos conciencia de lo que somos, nuestra temporalidad y la memoria.

Solía tener largas conversaciones con los amigos acerca de la estética y su carga filosófica, su abstracción profunda, las complejas descripciones de las variantes, sus parámetros éticos, su integridad, su armonía, su fractalidad, de cómo el arte tiene la facultad de curar y motivar el espíritu humano y su libertad, el Fibonacci, la eterna vibración de la vida.

Mérida, febrero 25, 2022

 

 

 

Ollin (Carlos Silva) nació en El Salvador, donde hizo estudios en la Escuela Nacional de Artes Plásticas. A principios de los años ochenta se exilió en México, donde realizó múltiples exhibiciones y exploró temáticas sociales y filosóficas así como místicas. Viajó y vivió en los Estados Unidos, Europa y Centro y Sudamérica. En años recientes volvió a residir en la ciudad de Mérida, Yucatán, donde trabaja en obra de gran formato, explorando temáticas sociales y humanistas.